Cada persona que cruza nuestro camino cumple un propósito profundo y transformador. Nos aportan el don de su experiencia, y además, encienden luces en rincones de nuestra alma que desconocíamos. Nos revelan habilidades dormidas, fuerzas que yacían latentes, esperando un encuentro para activarse.
Dentro de ti, hay riquezas espirituales, joyas que ni siquiera sabes que posees. Y muchas veces, no podrás acceder a ellas por ti mismo, sino que será otro, sin siquiera darse cuenta, quien te mostrará el camino. Como aquella vez que descubriste tu capacidad de perdonar cuando abriste la puerta al padre ausente, viejo y frágil, y en tu corazón hallaste la paz. O cuando la vida te empujó a reinventarte tras perder tu empleo, y te encontraste en un lugar nuevo donde otros creyeron en ti, haciendo florecer habilidades que no sabías que tenías. O quizá recuerdas al extraño que, al verte hundido, te extendió la mano y pronunció las palabras que despertaron tu espíritu: “Lázaro, levántate y anda”. Y fue entonces, en medio de las cenizas, que renaciste con más fuerza y propósito.
La enseñanza es clara: no debemos sucumbir a los cantos del hiperindividualismo, esa falsa ilusión de autosuficiencia. La soledad tiene su lugar, sí, como un espacio necesario para conocernos, pero sólo en la interacción con los demás alcanzamos la verdadera maestría espiritual. Porque, a menudo, es la semilla de otro la que hace que nuestra tierra dé fruto. Es en el intercambio, en la conexión, donde hallamos el camino hacia nuestra plenitud más auténtica.